miércoles, 12 de octubre de 2011

Mónica y su mundo de cartón


“Asombro: Lo más elevado a que puede llegar el hombre”.
Johann Wolfgang Goethe

La semana pasada, mi hermano, Alejandro, me invitó a ver la obra de teatro infantil “La princesa y el fríjol”, en la cual él es el autor de la música incidental y el narrador. Esta puesta en escena hace parte de una serie de cuentos llamada “Mónica y su mundo de cartón”, en la que la protagonista es capaz de imaginar una realidad totalmente nueva y diferente en torno a este objeto tan simple.
Esta es una historia ingenua, inocente y absolutamente transparente, llena de esa magia y ese carácter propio de los niños, que les permite asombrarse y transportarse en el tiempo y en el espacio, sin ningún tabú, límite u obstáculo. Son capaces de sacarle provecho a un elemento lleno de aire, como lo es una caja de cartón, y a partir de ello, darle vida a una nueva dimensión.

Al observar la obra me di cuenta de que en algún momento perdí esa capacidad de asombro. Al llegar al teatro, me senté con el filtro que tenemos todos los adultos y que nos limita a sólo querer ver lo tangible, lo palpable; por alguna razón extraña, mi inconsciente decidió recibir el espectáculo como debía: dejándome maravillar, quedándome con la boca abierta y sintiéndome absolutamente asombrado.

Después de los 45 minutos de show, casi no podía contener las lágrimas de emoción que me produjo esa obra tan bellamente contada. En ese momento me di cuenta de dos cosas extraordinarias: la primera, muy positiva, volví a sorprenderme con las cosas que estaban pasando, tal y como lo hacía cuando era un niño; y la segunda, que por dármelas de adulto, no me dejé llevar por mis emociones y me dio miedo que me vieran llorar.
Asombrarse, de acuerdo a la definición del diccionario, es “sorprenderse, o causar admiración,” y entonces me pregunto ¿Será un término en extinción? Recuerdo que cuando niño me asombraba cuando iba al circo y veía un acto de magia o de equilibristas en las alturas, las piruetas de trapecistas, etc.

Vienen luego los recuerdos de las primeras navidades y la magia de ‘Papá Noel’, quien bajaba por la chimenea para dejar los regalos, y trato de continuar y me aterro al pensar que los recuerdos asombrosos suelen tomar una connotación distinta, e inclusive “ridícula” para los tiempos actuales, como por ejemplo descubrir de dónde venían los niños, o la sensación que me provocaba el saber que la niña que me gustaba me mandara un mensaje (no de texto, por entonces no existían los celulares) con un amigo, a veces un papelito de cuaderno, o simplemente una razón, para que nos viéramos en el parque del barrio, donde íbamos en grupo, y nos sentábamos en una banca a conversar… sí, ¡a conversar!, sin fumar nada, ni ingerir alcohol.
Hoy me asombro de haberlo vivido, porque parecen cosas de un siglo pasado, de novelas, de películas antiguas. Y entonces miro a mi alrededor y lo que me asombra es que ya nadie “se asombra por nada”.

Hoy lo quiero invitar a que reciba el mundo sin juicios y sin ningún filtro. Permítase asombrarse y aprender de ello, sin criticar, sin destruir y con el ánimo de divertirse y pasarla bien. Cuando usted se entrega a aprender, a modelar, a tratar de vivir su vida con la óptica del niño que alguna vez fue, su mundo se vuelve mucho más rico en visiones, olores, sabores y texturas. Asómbrese con todo lo que pasa, siéntase vivo y busque aprender compulsivamente como lo hacía en sus primeros años.

Ricardo Gómez.

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2 comentarios:

  1. Qué bonito texto Ricardo, estoy totalmente de acuerdo y Alejandro tiene un talento increíble.

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  2. Gracias, Juan Pablo!

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